La ética de la ley – Por Dra. Paula Winkler

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La ética de la ley

 


 

Por Dra. Paula Winkler

 

«La democracia no es como el agua de un manantial o como un fruto silvestre. La democracia es más bien como una acequia o, quizá mejor, como el cultivo de un huerto. La democracia no es una aceptación o una afirmación de lo establecido. Como muchas otras de las ideas normativas que inspiran la vida activa de un ser humano libre, la democracia, más bien que en afirmar algo establecido, consiste en decir que no a un ambiente social de desigualdad, que surge de un modo natural y espontáneo si no se le opone resistencia. La democracia, concebida normalmente como una estructura o sistema de reglas, es más bien una ética y un estilo de vida. Pero hay una ética utópica y fundamentalista, notoriamente peligrosa, basada en la afirmación de ideas abstractas y a priori, desconectadas de lo cotidiano. La ética a que me refiero es aquella que, advirtiendo lo inaceptable de muchos aspectos de nuestra vida social, dice que no y trata de transformarlos y superarlos. Esa ética no supone tanto la realización de lo bueno, que es la utopía, cuanto el esfuerzo por realizar nuestra vida, mejorando sucesivamente lo que existe». Así comienza la conferencia dictada hace algunos años en la Universitat de Lleida, intitulada «Los límites de la democracia y el quehacer educativo», por el conocido filósofo y lingüista español, residente en Suecia, José Luis Ramírez (recuperado en julio de 2014 en: http://www.ub.edu/geocrit/sv-64.htm).

 

En Argentina somos o pretendemos ser un Estado de derecho. Y aquí me empecino (y deberíamos empecinarnos) los juristas, abogados, los profesionales de la ley y la palabra, en contestar una y otra vez algunas escuetas preguntas. ¿Para qué sirve una constitución? ¿Para qué la ley, una norma? ¿Están el Estado y el pueblo más allá de la ley? La respuesta es negativa. Lamentablemente, el porvenir de la anomia y el incumplimiento de la ley se reduce a tanathos, a una guerra entre todos, a lo que freudianamente es concebido como «pulsión de muerte». Los lingüistas y expertos en el lenguaje sabemos muy bien que una constitución no es sagrada, que esta es pasible de modificarse conforme el tiempo histórico contextual. Pero si bien no nos sostenemos en el sistema jurídico como algo universal y fuera del tiempo, sabemos de la tragedia que supone el estar fuera del lenguaje, la locomanía posmoderna de pretender anularlo todo aun cuando la intención sea todo lo contrario. Para estatuir políticas de igualdad, hay que comenzar por casa. Es cierto que los adultos no necesitamos del testimonio de nadie para hacer, de la mejor manera posible, lo nuestro (superamos la adolescencia hace un rato), pero quienes ostentan algún relacionamiento de poder deben sostenerse en el trabajo constante como cualquier vecino.

 

Para modificar una constitución, nuestra Constitución Nacional, aunque las intenciones sean óptimas, hay que respetar la ley vigente, el procedimiento formal que la propia constitución consagra como mandato legal. Y el entramado social es el resultado de unos esfuerzos históricos demasiado manifiestos (y dolorosos) como para que nos erijamos ahora en realizadores inconscientes de aquella escéptica frase de Otto von Bismarck, los tratados son tigres de papel. Los acuerdos internacionales, las constituciones y las leyes, por el contrario, son esmerados vigías de las sociedades democráticas y se han sancionado y promulgado para ser respetados (y cumplidos).

 

El Derecho tiene sus bases en la ley y una ley injusta no es ley, pero tampoco una ley incumplida e interpretada arbitrariamente es ley. Saque el lector sus consecuencias. Es que cuando nadie quiere saber de ética y prefiere que el inconsciente nos demuestre a diario el fracaso de la moral (diría Lacan), nos refugiamos en etiquetas jurídicas como si el decir fuera a demostrar el ser (y el actuar en consecuencia).

 

Acaso (se me ocurre), pese a tanta aceleración mundana para llegar a ningún lugar, haya que repasar (últimamente) algunos capítulos de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, cuando por ejemplo se afirma: «Varón será perfecto y acabado/ siempre aconsejará lo más valido./  Bueno también será el que, no enseñado, en el tratar sus cosas se rigiere/ por parecer del docto y buen letrado./ Mas el que ni el desvío lo entendiere, / ni tomare del docto el buen consejo,/ turbado terná el seso y mientras fuere,/ será inútil en todo, mozo y viejo».

 

La ley y las instituciones han sido instauradas por algo. No volvamos a la tragedia griega.

 

Dra. Paula Winkler

Julio 2.014